jueves, 12 de abril de 2018

Michael Haneke - Happy End: El discreto desencanto de la burguesía




En una entrevista, en relación a las redes sociales, el cineasta austríaco Michael Haneke mencionó: ‘Internet, hasta cierto punto, tomó y reemplazó el rol de la Iglesia. Antes, si una persona hubiera ido a confesar sus pecados a un sacerdote le habrían dicho que rece diez Padres Nuestros para su salvación. Ahora, convertimos a Internet en un foro abierto en el que esperas ser perdonado, castigado o rechazado por lo que haces. Creo que si un cura hubiese tenido una cinta grabadora, habría terminado con un resultado similar’. Sus palabras vienen a cuenta del último film Happy End, el regreso a la pantalla grande luego de un lustro. A  sus 75 años el director europeo inserta elementos de sus obras anteriores como la psicopatía infantil (Benny’s Video), la decrepitud, el deterioro mental (Amour), el suicidio, la burguesía (El séptimo continente) o los prejuicios raciales (Código desconocido) en el marco de esta era de desarrollo tecnológico meteórico, donde uno elige posicionarse como testigo o protagonista de los hechos documentados, donde lo que se piensa en la realidad se anuncia y actúa en la virtualidad.

Ya desde la primera escena se planta al espectador como voyeurista: a través de un smartphone se espía en una live streaming a una mujer depresiva tomando una sobredosis de píldoras antes de ingresar al hospital en estado vegetativo, mientras en simultáneo se exhibe el envenenamiento de un hámster con las mismas drogas.

Frente a esa situación sociópata, Eve (Fantine Harduin), la hija de 12 años y principal sospechosa de los hechos, se muda a la mansión de su familia paterna en Calais,  donde habita la adinerada élite del clan Laurent, conformado por el patriarca George Laurent (Jean-Louis Trintignant), un magnate que, ya retirado de los negocios de la construcción y con cierto nivel de amnesia y ganas de pasar a una mejor vida, relega la actividad empresarial en sus dos hijos: Anne (Isabelle Huppert), prometida de un bancario inglés (Toby Jones), y Thomas (Mathieu Kassovitz), el prestigioso cirujano padre de la nena y de un bebé de otro matrimonio. Por otro lado, presentado como la vergüenza y ‘oveja negra de la familia’, está Pierre (Franz Rogowski), el hijo frustrado de Anne y nieto de la cabeza fundadora, quien trabaja por nepotismo en la constructora pero, debido a su negligencia, desinterés e inoperancia, comete un accidente que casi se lleva la vida de un empleado, manchando el apellido familiar. Así se presenta el retrato de esta familia de clase alta, que alguna vez fue un bloque monolítico y que hoy está agrietada y al borde del desmoronamiento.

La fragmentación de los vínculos se palpa porque cada uno de los integrantes está absorto en su burbuja lidiando con sus problemas silenciosamente, pese a que exista un colchón familiar de poder y dinero que ataje los obstáculos. Así, se proyectan ante la retina secretos como un affair sexual cibernético, una oferta de coima por asesinato, el resarcimiento económico para los familiares de la víctima perjudicada en la obra  y hasta la retorcida charla íntima del abuelo con su nieta, que revela que en ese núcleo disfuncional su naturaleza introspectiva, silenciosa y desprovista de empatía los acerca más de lo que los separa la edad.

El  grado de aislamiento de la familia en ese microcosmo es tal que, un conflicto visible como el de cientos de refugiados legales e indocumentados en Calais, apenas se nota en las pocas escenas donde los personajes salen al mundo exterior (como en la escena muda en que el anciano George, luego de un intento fallido de suicidio, se detiene frente a un grupo de inmigrantes africanos para pedirles algo, o cuando Anne visita por compasión a la hija de sus empleados marroquíes en la habitación de servicio para consolarla tras haber sido mordida por su mascota mientras trabajaba con sus padres o en la escena  incómoda donde, estando ebrio, Pierre invita a gente de la calle a presenciar el despilfarro y la ostentosidad en la fiesta de cumpleaños de su abuelo octogenario).

Haneke plantea todos estos discursos de forma inconexa y yuxtapuesta. Los dramas familiares conviven a la orden del día con un pastiche de videos de  YouTubers, chats en Facebook y escenas de baile y karaoke donde suenan hits como ‘Chandelier’ de Sia. Al igual que con el anonimato de alguien online,  hay escenas donde el cineasta preserva la identidad de los protagonistas y no los muestra en su contexto total, arrojando pistas (a veces demasiado vagas) que, como piezas de puzzle, terminan boceteando el cuadro en la mente de cada espectador.

Frente a la mayor de las amenazas que puede desestabilizar ese equilibrio de apariencias, la escena final es clave y muestra dos fuerzas que se debaten: la de los hermanos sobre los que recae el peso, que corren por salvar el imperio antes que se hunda en la decadencia, y la de quienes, ante la inercia, se dedican a ver cómo se los lleva la marea y pasa por alto el agua, aunque sepan que cuentan con un salvavidas a mano.  La delgada línea pende de un hilo.


Txt: María Gudón 



               































Otras películas similares para ver:


The Square (2017) – Ruben Östlund
Amour (2012) – Michael Haneke
Benny’s Video (1992) – Michael Haneke
The Lobster (2015) – Yorgos Lanthimos
The Celebration (1998) – Thomas Vinterberg

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