En
una entrevista, en relación a las redes sociales, el cineasta austríaco Michael
Haneke mencionó: ‘Internet, hasta cierto punto, tomó y reemplazó el rol de la Iglesia.
Antes, si una persona hubiera ido a confesar sus pecados a un sacerdote le
habrían dicho que rece diez Padres Nuestros para su salvación. Ahora,
convertimos a Internet en un foro abierto en el que esperas ser perdonado,
castigado o rechazado por lo que haces. Creo que si un cura hubiese tenido una
cinta grabadora, habría terminado con un resultado similar’. Sus palabras
vienen a cuenta del último film Happy End, el regreso a la pantalla grande
luego de un lustro. A sus 75 años el
director europeo inserta elementos de sus obras anteriores como la psicopatía
infantil (Benny’s Video), la decrepitud, el deterioro mental (Amour), el
suicidio, la burguesía (El séptimo continente) o los prejuicios raciales
(Código desconocido) en el marco de esta era de desarrollo tecnológico
meteórico, donde uno elige posicionarse como testigo o protagonista de los
hechos documentados, donde lo que se piensa en la realidad se anuncia y actúa
en la virtualidad.
Ya
desde la primera escena se planta al espectador como voyeurista: a través de un smartphone se espía en una live streaming
a una mujer depresiva tomando una sobredosis de píldoras antes de ingresar
al hospital en estado vegetativo, mientras en simultáneo se exhibe el envenenamiento
de un hámster con las mismas drogas.
Frente
a esa situación sociópata, Eve (Fantine Harduin), la hija de 12
años y principal sospechosa de los hechos, se muda a la mansión de su familia
paterna en Calais, donde habita la adinerada
élite del clan Laurent, conformado por el patriarca George Laurent (Jean-Louis Trintignant), un magnate que, ya retirado de los negocios de la construcción y
con cierto nivel de amnesia y ganas de pasar a una mejor vida, relega la
actividad empresarial en sus dos hijos: Anne (Isabelle Huppert),
prometida de un bancario inglés (Toby Jones), y Thomas (Mathieu Kassovitz), el prestigioso
cirujano padre de la nena y de un bebé de otro matrimonio. Por otro lado,
presentado como la vergüenza y ‘oveja negra de la familia’, está Pierre (Franz Rogowski),
el hijo frustrado de Anne y nieto de la cabeza fundadora, quien trabaja por nepotismo en la constructora pero, debido a su negligencia, desinterés e inoperancia, comete un accidente que
casi se lleva la vida de un empleado, manchando el apellido familiar. Así se presenta el retrato de esta familia de clase alta, que alguna vez fue un bloque monolítico y que hoy está agrietada y al borde del desmoronamiento.
La
fragmentación de los vínculos se palpa porque cada uno de los integrantes está
absorto en su burbuja lidiando con sus problemas silenciosamente, pese a que exista
un colchón familiar de poder y dinero
que ataje los obstáculos. Así, se proyectan ante la retina secretos como un affair sexual cibernético, una oferta de coima por asesinato, el
resarcimiento económico para los familiares de la víctima perjudicada en la
obra y hasta la retorcida charla íntima
del abuelo con su nieta, que revela que en ese núcleo disfuncional su naturaleza introspectiva,
silenciosa y desprovista de empatía los acerca más de lo que los separa la edad.
El
grado de aislamiento de la familia en ese microcosmo es tal que,
un conflicto visible como el de cientos de refugiados legales e indocumentados en
Calais, apenas se nota en las pocas escenas donde los personajes salen al mundo
exterior (como en la escena muda en que el anciano George, luego de un intento fallido de suicidio, se detiene frente a un grupo de inmigrantes africanos para pedirles
algo, o cuando Anne visita por compasión a la hija de sus empleados marroquíes en la habitación de servicio para
consolarla tras haber sido mordida por su mascota mientras trabajaba con sus padres o en la escena incómoda donde,
estando ebrio, Pierre invita a gente de la calle a presenciar el despilfarro y
la ostentosidad en la fiesta de cumpleaños de su abuelo octogenario).
Haneke
plantea todos estos discursos de forma inconexa y yuxtapuesta. Los dramas
familiares conviven a la orden del día con un pastiche de videos de YouTubers, chats en Facebook y escenas de baile y karaoke donde suenan hits como ‘Chandelier’ de Sia. Al igual que con el
anonimato de alguien online, hay escenas
donde el cineasta preserva la identidad de los protagonistas y no los muestra
en su contexto total, arrojando pistas (a veces demasiado vagas) que, como piezas de puzzle, terminan boceteando
el cuadro en la mente de cada espectador.
Frente a la mayor de las amenazas que puede desestabilizar ese equilibrio de apariencias, la escena final es clave y muestra dos fuerzas que se
debaten: la de los hermanos sobre los que recae el peso, que corren por salvar
el imperio antes que se hunda en la decadencia, y la de quienes, ante la inercia, se dedican a ver cómo se los lleva
la marea y pasa por alto el agua, aunque
sepan que cuentan con un salvavidas a mano. La delgada línea pende de un hilo.
Txt: María Gudón
The Square (2017) – Ruben Östlund
Amour (2012) – Michael Haneke
Benny’s Video (1992) – Michael Haneke
The Lobster (2015) – Yorgos Lanthimos
The Killing Of A Sacred Deer (2017) – Yorgos Lanthimos
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