miércoles, 10 de diciembre de 2014

Boyhood: para vivir hay que saber recordar



Una frase popular reza: “el adulto creativo es el chico que ha sobrevivido después que el mundo tratara de matarlo haciéndolo crecer. El adulto creativo es el chico que sobrevivió a la suavidad de la escolarización, las palabras inútiles de los malos profesores y las maneras no dichas del mundo. El adulto creativo es simplemente eso, un niño”. El director Richard Linklater y los personajes de sus películas bien podrían representarse bajo el poder de estas palabras acuñadas por Ursula K. Le Guin, puesto que conservan la frescura, la inocencia en miradas y diálogos, la curiosidad y esa sed por conocer la vida hasta exprimir su última gota, amén del corrompido y mórbido mundo en el que habitan. Pero de toda la filmografía, es en Boyhood donde esto se destaca con mayor acento.

Boyhood básicamente es un relato coming of age con todo lo que eso implica: la llegada del crecimiento, el pasaje de la niñez a la adolescencia y la formación de la personalidad. Existen tantas películas rondando el tema que ya se lo podría considerar un nuevo género dentro del cine teenager. Generalmente estos films de corte I-Sat rondan en torno a ideas comunes: pibes rebeldes, fugitivos, con ganas de experimentar con sexo y drogas, con conductas problemáticas en la escuela y con pasatiempos que mantienen en vela y consternación a sus padres (se puede tomar como manual Kids, Spring Breakers o Thirteen). Boyhood se diferencia sacando ventaja un paso más adelante porque, pese a ser un reflejo de la vida cotidiana, no cae en lugares comunes y mueve las piezas desde la sensibilidad y la empatía con el espectador, no desde la escandalización o la violencia. En esto Linklater sigue el mandato cinéma-verité de viejos maestros como John Casavettes o Francois Truffaut, contemplando con humanidad y vulnerabilidad a los actores desde todos los ángulos, con sus aristas favorecedoras y sus asperezas a limar. Continuando con la comparación con el crítico francés de Cahiers, hasta utiliza un recurso similar al que éste empleó con Antoine Doinel, su adorable alter ego encarnado por Jean-Pierre Léaud, en quien depositó experiencias personales por dos décadas. Mientras se ve a Doinel crecer en cinco largometrajes distintos, en las casi tres horas que dura Boyhood, se reflejan impresionantemente 12 años (filmados en tiempo real!) de la vida de Mason (desde el babyface de 6 años hasta el teen barbudo y acnéico de 18), todo un experimento paciente y original para la meteórica industria audiovisual de estos tiempos. Éste fue el gancho con que el film cautivó y dio que hablar a algunos espectadores, aunque, lejos de valerse exclusivamente del destacado mérito, el recurso no deja de ser un detalle que brilla dentro de la gran historia que forma el todo.

El tiempo es la temática principal de la película y se va manifestando a través de los cambios físicos de los actores y mediante las distintas referencias culturales (las canciones elegidas, la convención de lectores de Harry Potter, el cambio en los videojuegos (con el pasaje del Gameboy a la Playstation y a la Wii), la interacción a través de las redes sociales o las elecciones presidenciales con Obama como candidato firme post guerra de Irak.


Boyhood es la historia de Mason (interpretado por Ellar Coltrane), un chico común y corriente dotado de una sensibilidad especial al que, desde el vamos, se lo presenta mirando el cielo, reflexionando sobre la existencia de la magia y los elfos o estando absorto en la pantalla de TV pero teniendo el radar alerta a lo que acontece a su alrededor. A diferencia de su extrovertida hermana mayor Samantha (caracterizada por Lorelei, hija del director), Mason calla y observa cómo se mueve todo con su mirada transparente, atenta e impoluta, como si estuviera en un carrousel esperando recibir la sortija. Y en esas vueltas de la vida acontecen muchas cosas grandes y pequeñas: la separación de sus padres (que, siendo jóvenes e inexpertos cometen errores y aciertos en su educación),  los flirteos de su madre con otros hombres, las charlas y enseñanzas de su padre, las múltiples mudanzas de barrio, despedidas de amigos y el comienzo en nuevas escuelas.

Su padre bohemio (Ethan Hawke), en medio de una confusión se distancia yéndose a Alaska para luego acercarse para recuperar la relación y el tiempo perdido, inculcándole el gusto por la música (ver la escena en que le regala el compilado de The Beatles), el diálogo interesado y abierto con las mujeres a partir del cuestionamiento y la especialización en una actividad artística que lo llene para emprender un viaje cultural profundo (no es casual que el chico elija ser fotógrafo). Su madre Olivia (Patricia Arquette), que al principio ejerce la responsabilidad soltera, se mete de lleno en el estudio, se dedica a la docencia y en ese ámbito se vincula con relaciones tóxicas (parejas con conductas abusivas que recitan el ABC del "Buen Ciudadano Americano" y defienden la disciplina pero no pueden sostenerse por sí mismas como ejemplos). Ambos, si bien toman decisiones egoístas descuidando las consecuencias que pueden tener sobre sus hijos, hacen las cosas pensando en dejar una marca de superación personal para trascender, intentando, al igual que el tutor de una planta, guiar el camino de ellos respetando su esencia al mismo tiempo que prueban (no siempre con buenos resultados) afincar sus propias raíces. No se juzga ni condena la naturaleza de nadie, solo se muestran las debilidades y fortalezas de las personas y cómo con el tiempo ciertas estructuras (familiares, amorosas, fraternales) pueden adquirir un temple de acero o comenzar a agrietarse. Por esto la proyección-introyección es inmediata. Acá no hay máscaras ni juicios de valor: solo personas sensibles afrontando situaciones, guiadas por sus voces internas a través de la espontaneidad y fluidez de las elecciones que toman. 

En medio de todos los vínculos humanos y lo que le ocurre a los otros, en el “durante” (o el be here now del que Harrison habla), se muestra qué pasa con el protagonista, a través de una serie de hechos que para el presente pueden significar trivialidades pero para el futuro grandes revelaciones: fiestas en las que se saborea la primera cerveza, se da la seca al primer porro o un primer beso, trabajos rutinarios con los que no hay identificación que solo aportan seguridad y formación, charlas con profesores apasionados que alimentan a perseguir los sueños y a no dormirse en la facilidad del talento natural sino a trabajar duro para lograr metas, primeros encuentros amorosos (y dolorosos) que pueden decepcionar pero abrir puertas para otros más afines, nuevas amistades que hablan por uno o los miedos de dejar atrás el nido y comenzar la etapa universitaria saliendo solos al vacío de la ruta, tomando el volante de las decisiones.

Por todas estas razones es difícil describir a Boyhood sin caer en el oxímoron complejo-simple de delinearla como “una película sobre la vida misma”. Es un devenir elíptico de ciclos (crecimiento-desarrollo-cierre de etapas) en los que se presencia la evolución a partir de todos los fragmentos conglomerados que forman las etapas de la vida. El ejercicio de ver la película no deja de ser emotivo: vemos desfilar ante nuestra retina las postales de la infancia como si mirásemos diapositivas a través de un proyector: lo que elegimos y cómo elegimos recordarlo ante una imagen disparadora, lo que nos quedó como una marca tatuada en la piel, lo que moldeó la personalidad, lo que nos persigue hasta hoy y aquello que perdimos en el camino y ya no está más. Si al salir del cine pudimos hacer ese ejercicio de desmenuzar las propias memorias con la misma fragilidad, observación y pureza que Linklater, hay una seguridad con la que estar tranquilos: somos chicos que sobrevivimos...esos mismos adultos creativos de los que habla Le Guin, mediados por vivir sujetos a un momento consciente y entregándonos, sin certezas, a que éste se apodere imprevisiblemente de nosotros. Es que, a fin de cuentas, eso es lo que somos: relatos extraordinarios por ser descubiertos que, cotidianamente, transitamos de forma desapercibida para la mirada acostumbrada que cree ya haberlo visto todo.



Txt: María Gudón












Playlist