Mark Renton corre en la
cinta transportadora a la par de los demás joggers
en el gimnasio, en buena forma y con ropa deportiva. Aquel junkie de mediados de los 90 ahora no transpira por la abstinencia
narcótica sino por seguir en carrera en la vorágine yuppie que lo llevó a desengancharse del tren. Pasaron 21 años pero
los grados de separación entre quien era y es mantienen cierto espesor.
Ejercitando cuerpo y mente vienen los recuerdos y también los golpes, y, correr
continúa siendo su forma de escapar (ya sea en la clásica escena que sonríe
como lunático luego de chocar con un auto tras robar para comprar droga,
inyectándose un chutazo evasivo de heroína o traicionando a sus amigos para irse con el dinero a iniciar una nueva vida en Amsterdam).
Renton regresa desde
Holanda a Edimburgo y, desde el momento en que pone un pie en la ciudad, se
desenrolla un trip nostálgico, con sus gloriosos recuerdos pero también con las
peores miserias que brotan de ellos. Las viejas postales que en 1996 eran
símbolo de la cool britannia y
moldeaban la cultura pop demarcando un estilo de vida, género musical o imagen
estética hoy siguen enchinchadas en la pared empezando a cubrirse de polvo. Su
revisionismo no deja de ser un lindo ejercicio emotivo pero los tiempos son
otros y nuevos signos fueron atravesando la sociedad: el espectáculo
exhibicionista de las redes sociales, el consumismo para aplacar
temporariamente la depresión, la explotación encubierta y avalada por el
capitalismo, la visión panóptica que generan los reality shows y la
globalización en la era líquida de instantaneidad y conexión, por nombrar
algunos. Ahí es cuando se cae en la cuenta que dos décadas no son nada y lo son
todo. Y, en estos años, ese mismo sabor dejaron las historias del squad de escoceses formado por el torpe
pero adorable Spud (Ewen Bremmer), el codicioso Sick Boy (Johnny Lee Miller) o
el irascible Begbie (Robert Carlyle). Desde una mirada profundamente
desoladora, cada uno arrastra ecos fantasmales que siguen resonando a
distancia. Sus historias los fijaron en una realidad tan o más triste que en la
precuela: Spud no logra superar su adicción, Simon sigue involucrado en
negocios turbios usando cartas de chantaje y extorsión y Begbie escapa de la
prisión con la misma sed de venganza con la que entró a la celda. El
protagonista Renton (Ewan McGregor) parece ser el más ileso por las marcas del
tiempo pero, aun así, su estabilidad tiembla al viento como un papel. Todas las historias dejaron heridas abiertas que nunca terminaron de cicatrizar de las que todavía
supura ira, competencia y rencor a partir de una oportunidad y una traición
que quebró los lazos amistosos. Entonces ahí es cuando entra en juego el
cuestionamiento del irónico lema ‘Choose Life’.
¿Hasta qué punto los personajes eligieron voluntariamente el rumbo que darle a
sus vidas y hasta qué punto fueron presos de sus malas acciones / decisiones o las de otros?
¿Hasta qué punto uno elige o puede no elegir?
El espectador recorre
con ojos de turista el relato de una brecha generacional. Y, aunque
emocionalmente haya cierta identificación o compasión con los personajes por las arenas movedizas en las que parecieron estancarse sus vidas, el
film no muestra piedad ni debilidad por las consecuencias de ninguno. Cada cual encontró razones para
justificar su forma de obrar desde su lugar y es en el contraste de historias donde todavía se siente que el hilo de tensión no se terminó de cortar.
Lo que en algún momento pareció divertido hoy desde un envase corporal más curtido no lo es tanto y las escenas icónicas de la pandilla de outsiders que fueron trademark de lo cool, bajo los pies de las cuatro décadas pueden leerse como algo penoso. Ni las borracheras, ni ir a bailar a la misma discoteca viejos clásicos, ni volver a compartir una dosis entre amigos o rodearse de sangre joven tiene punto de comparación con un recuerdo cristalizado en la memoria e impermeabilizado contra el envejecimiento. Ninguno de esos intentos revitalizará lo vivido originalmente. Y eso Danny Boyle lo tiene más que claro en este segundo film, que se encarga de alimentar el mito antecesor a partir de flashbacks, basado parcialmente en la novela ‘Porno’ del escritor Irvine Welsh. Por eso, nos sentimos extraños e invasores como el Renton adulto que entra en la ex habitación de la casa de sus padres. Las cuatro paredes empapeladas que contuvieron recaídas, rehabilitaciones, sexo y alucinaciones hoy se ven y quedan chicas al lado de la dimensión que esos recuerdos ocupan en el imaginario.
Lo que en algún momento pareció divertido hoy desde un envase corporal más curtido no lo es tanto y las escenas icónicas de la pandilla de outsiders que fueron trademark de lo cool, bajo los pies de las cuatro décadas pueden leerse como algo penoso. Ni las borracheras, ni ir a bailar a la misma discoteca viejos clásicos, ni volver a compartir una dosis entre amigos o rodearse de sangre joven tiene punto de comparación con un recuerdo cristalizado en la memoria e impermeabilizado contra el envejecimiento. Ninguno de esos intentos revitalizará lo vivido originalmente. Y eso Danny Boyle lo tiene más que claro en este segundo film, que se encarga de alimentar el mito antecesor a partir de flashbacks, basado parcialmente en la novela ‘Porno’ del escritor Irvine Welsh. Por eso, nos sentimos extraños e invasores como el Renton adulto que entra en la ex habitación de la casa de sus padres. Las cuatro paredes empapeladas que contuvieron recaídas, rehabilitaciones, sexo y alucinaciones hoy se ven y quedan chicas al lado de la dimensión que esos recuerdos ocupan en el imaginario.
T2
Trainspotting expresa eso en una escena clave que se convertirá en clásica del
cine: cuando al comienzo Mark apoya la púa sobre el explosivo tema ‘Lust For Life’ de Iggy Pop en su tocadiscos, inmediatamente saca el
vinilo porque no tolera escucharlo. Esa música representa el vívido soundtrack de
sus mejores y peores días. Es aquel amigo que te puede hundir hacia el abismo o sacar a flote a la superficie justo a tiempo. El rechazo, agrado o gusto
amargo que puede evocar genera un reencuentro con el propio pasado, algo de lo que no se puede escapar
jamás. Aunque La
Iguana este presente de forma remixada y nueva, detrás de la fachada sigue sonando como el mismo viejo y querido James Osterberg de Detroit. Las historias de estos cuatro
antihéroes también, ya que encuentran en esta segunda entrega nuevas formas de ser presentadas desde una piel
vieja.
Txt: María Gudón
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