A Feli Colina le gusta transitar los contrastes y sabe que, como el Sol necesita
a la Luna y el día a la noche, después del vendaval que sacudió su mundo (un
desamor que inspiró un disco catártico seguido de una pandemia) tenía que
volver a plantar raíz en suelo firme.
Si su segundo trabajo Feroza proponía un viaje claroscuro a grito de
enojo, El Valle Encantado resulta lo opuesto: la fierecilla sigue indomable
pero en un paisaje por el que corre libre, susurrando en la calma de un oasis. Ese
valle es la tierra que dio vida a sus frutos más nobles, por el que fluyen ríos
de inspiración y habitan criaturas celestiales: un ecosistema tan único y digno
de preservar como la música de la cantautora salteña.
Donde antes habían guitarras rabiosas y disonancias, ahora la naturaleza
impone su ritmo pulsante con latidos de bombo legüero, wuancara, congas y cajón
peruano. Cuando antes la construcción giraba sobre un personaje ahogado en emociones
intensas, ahora lo hace sobre la armonía de un lugar sagrado y sereno.
Feli sabía que con Feroza había dejado la vara alta y existía el miedo a
no poder reinventarse o estar al nivel en esta nueva obra. Por eso en sus
plegarias, como dice en el tema que da pie y nombre al disco, le pidió al cielo
que le regale poesía y canto. Y así la musa Madre apareció sin tocar su puerta,
con una fuerza creadora a la que le rindió culto en diez canciones que celebran
y resignifican el folclore, sus raíces norteñas, la naturaleza y la figura de
la mujer latinoamericana.
Canción a canción esta musa va cambiando de forma en una comunión de
fantasías que van de la mano, manifestándose como diosa pagana, como madre a la
espera de germinar o enterrar su semilla, como Pacha Mama o en una ronda de amistad
de ninfas. Sin dudas el disco carga con un lenguaje y simbolismo religioso y
mitológico fuerte (que se complementa con el arte conceptual de Inti Patrón) pero
lo interesante es cómo Feli, al igual que con los géneros musicales que explora,
se apropia de ellos para crear sus propios postulados e íconos de fe, así como
su propia musicalidad.
En ‘’Aguatera’’ va repartiendo al
son de un carnavalito de ocarina su ofrenda de agua bendita, transformadora de
malezas en yuyos verdes. Pronto llega la
tensión y en ‘’Chakatrunka’’, una chacarera-tanguera, aparece la fortaleza de
una mujer aguerrida que carga con la cruz de haber sido deformada hasta casi
romperse de tanto silencio e injusticias sociales. ‘’Caballo’’, el lado B del
tema, deja expuesta su vulnerabilidad y, tanto por el video como por el foley, se
podría jurar que trata de un pasaje cinematográfico. La musa va detrás del
fuego hasta casi quemarse y en
‘’Diabla’’, un candombe candente de aires gitanos, se presenta como una diosa libertina capaz de conquistar lo que se cruce a su paso para luego abandonar el tridente y entrar en un estado más silencioso y
contemplativo.
Es interesante el contraste entre nacimiento y pérdida que se da en
canciones como ‘’Madre’’ o ‘’El Orden Sagrado’’, un ciclo de fertilidad sobre el que ya cantaba desde mucho antes (‘’Chimi’’).
Dentro de este bloque maduro, el momento más elevado e íntimo del disco es por lejos con
la acústica ‘’Ancora’’, una especie de ‘’Barro tal vez’’ / ''Panacea'' modelo 2022 que va
apagándose hasta cortar la respiración (‘’La Llave Maestra’’). Lo mismo sucede
con el enganche coral entre ‘’Osana (En Las Alturas)’’ y ‘’La Gracia’’, una
murga de bautismo donde la musa es alabada, una vez más, en Familia por su condición y frescura de niña, con la esperanza de verla florecer al llegar la primavera.
Ser testigos de este intercambio inspirador entre Feli Colina y su diosa es un privilegio para el escenario musical de estos tiempos. La visita de la
musa no solo tuvo el poder de transformar el casco histórico de Salta en una
escenografía mágica como punto creativo de partida, sino que logró convertir las
canciones en algo superior a un disco para llevarlas a una experiencia.
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