Una
frase popular reza: “el adulto creativo es el chico que ha
sobrevivido después que el mundo tratara de matarlo haciéndolo
crecer. El adulto creativo es el chico que sobrevivió a la suavidad
de la escolarización, las palabras inútiles de los malos profesores
y las maneras no dichas del mundo. El adulto creativo es simplemente
eso, un niño”. El director Richard Linklater y los personajes de
sus películas bien podrían representarse bajo el poder de estas
palabras acuñadas por Ursula K. Le Guin, puesto que conservan la
frescura, la inocencia en miradas y diálogos, la curiosidad y esa
sed por conocer la vida hasta exprimir su última gota, amén
del corrompido y mórbido mundo en el que habitan. Pero de toda la
filmografía, es en Boyhood donde esto se destaca con mayor
acento.
Boyhood
básicamente es un relato coming of age con
todo lo que eso implica: la llegada del crecimiento, el pasaje
de la niñez a la adolescencia y la formación de la personalidad.
Existen tantas películas rondando
el tema que
ya se lo podría considerar un nuevo género dentro del cine
teenager.
Generalmente estos films de corte I-Sat rondan en torno a ideas
comunes: pibes rebeldes, fugitivos, con ganas de experimentar con
sexo y drogas, con conductas problemáticas en la escuela y con
pasatiempos que mantienen en vela y consternación a sus padres (se
puede tomar como manual Kids,
Spring Breakers o
Thirteen).
Boyhood se
diferencia sacando ventaja un paso más adelante porque, pese a ser
un reflejo de la vida cotidiana, no cae en lugares comunes y mueve
las piezas desde la sensibilidad y la empatía con el espectador, no
desde la escandalización o la violencia. En esto Linklater sigue el
mandato cinéma-verité
de viejos maestros como John Casavettes o Francois Truffaut,
contemplando con humanidad y vulnerabilidad a los actores desde todos
los ángulos, con sus aristas favorecedoras y sus asperezas a limar.
Continuando con la comparación con el crítico francés de Cahiers,
hasta utiliza un recurso similar al que éste empleó con Antoine Doinel, su adorable alter ego encarnado por Jean-Pierre Léaud, en
quien depositó experiencias personales por dos décadas. Mientras se
ve a Doinel crecer en cinco largometrajes distintos, en las casi
tres horas que dura Boyhood,
se reflejan impresionantemente 12 años (filmados en tiempo real!) de
la vida de Mason (desde el babyface
de 6 años hasta el teen barbudo y acnéico de 18), todo un
experimento paciente y original para la meteórica industria
audiovisual de estos tiempos. Éste fue el gancho con que el film
cautivó y dio que hablar a algunos espectadores, aunque, lejos de
valerse exclusivamente del destacado mérito, el recurso no deja de
ser un detalle que brilla dentro de la gran historia que forma el
todo.
El
tiempo es la temática principal de la película y se va manifestando
a través de los cambios físicos de los actores y mediante las
distintas referencias culturales (las canciones elegidas, la
convención de lectores de Harry Potter, el cambio en los videojuegos
(con el pasaje del Gameboy a la Playstation y a la Wii), la
interacción a través de las redes sociales o las elecciones
presidenciales con Obama como candidato firme post guerra de Irak.
Boyhood
es la historia de Mason (interpretado por Ellar Coltrane), un
chico común y corriente dotado de una sensibilidad especial al que, desde el vamos, se lo
presenta mirando el cielo, reflexionando
sobre la existencia de la magia y los elfos o estando absorto en la
pantalla de TV pero teniendo el radar alerta a lo que acontece a su
alrededor. A diferencia de su extrovertida hermana mayor Samantha
(caracterizada por Lorelei, hija del director), Mason calla y observa
cómo se mueve todo con su mirada transparente, atenta e impoluta,
como si estuviera en un carrousel esperando recibir la sortija. Y en
esas vueltas de la vida acontecen muchas cosas grandes y pequeñas:
la separación de sus padres (que, siendo jóvenes e inexpertos
cometen errores y aciertos en su educación), los flirteos de su madre con otros hombres, las charlas y enseñanzas de su padre, las múltiples mudanzas
de barrio, despedidas de amigos y el comienzo en nuevas escuelas.
Su
padre bohemio (Ethan Hawke), en medio de una confusión se distancia
yéndose a Alaska para luego acercarse para recuperar la
relación y el tiempo perdido, inculcándole el gusto por la música
(ver la escena en que le regala el compilado de The Beatles), el
diálogo interesado y abierto con las mujeres a partir del
cuestionamiento y la especialización en una actividad artística que
lo llene para emprender un viaje cultural profundo (no es casual que
el chico elija ser fotógrafo). Su madre Olivia (Patricia Arquette),
que al principio ejerce la responsabilidad soltera, se mete de lleno
en el estudio, se dedica a la docencia y en ese ámbito se vincula
con relaciones tóxicas (parejas con conductas abusivas que recitan
el ABC del "Buen Ciudadano Americano" y defienden la disciplina pero no
pueden sostenerse por sí mismas como ejemplos). Ambos, si bien toman
decisiones egoístas descuidando las consecuencias que pueden tener
sobre sus hijos, hacen las cosas pensando en dejar una marca de
superación personal para trascender, intentando, al igual que el tutor de una
planta, guiar el camino de ellos respetando su esencia al mismo
tiempo que prueban (no siempre con buenos resultados) afincar sus
propias raíces. No se juzga ni condena la naturaleza de nadie, solo
se muestran las debilidades y fortalezas de las personas y cómo con
el tiempo ciertas estructuras (familiares, amorosas, fraternales)
pueden adquirir un temple de acero o comenzar a agrietarse. Por
esto la proyección-introyección es inmediata. Acá no hay máscaras
ni juicios de valor: solo personas sensibles afrontando situaciones,
guiadas por sus voces internas a través de la espontaneidad y
fluidez de las elecciones que toman.
En
medio de todos los vínculos humanos y lo que le ocurre a los otros,
en el “durante” (o el be here now del
que Harrison habla), se muestra qué pasa con el protagonista,
a través de una serie de hechos que para el presente pueden
significar trivialidades pero para el futuro grandes revelaciones:
fiestas en las que se saborea la primera cerveza, se da la seca al
primer porro o un primer beso, trabajos rutinarios con los que no hay
identificación que solo aportan seguridad y formación, charlas con
profesores apasionados que alimentan a perseguir los sueños y a no
dormirse en la facilidad del talento natural sino a trabajar duro
para lograr metas, primeros encuentros amorosos (y dolorosos) que
pueden decepcionar pero abrir puertas para otros más afines, nuevas
amistades que hablan por uno o los miedos de dejar atrás el nido y
comenzar la etapa universitaria saliendo solos al vacío de la ruta,
tomando el volante de las decisiones.
Por
todas estas razones es difícil describir a Boyhood
sin caer en el oxímoron complejo-simple de delinearla como “una
película sobre la vida misma”. Es un devenir elíptico de
ciclos (crecimiento-desarrollo-cierre de etapas) en los que se
presencia la evolución a partir de todos los fragmentos
conglomerados que forman las etapas de la vida. El ejercicio de ver
la película no deja de ser emotivo: vemos desfilar ante nuestra
retina las postales de la infancia como si mirásemos diapositivas a
través de un proyector: lo que elegimos y cómo elegimos recordarlo
ante una imagen disparadora, lo que nos quedó como una marca tatuada
en la piel, lo que moldeó la personalidad, lo que nos persigue hasta
hoy y aquello que perdimos en el camino y ya no está más. Si al salir del cine pudimos hacer ese ejercicio de desmenuzar las propias memorias con la misma
fragilidad, observación y pureza que Linklater, hay una seguridad con la que
estar tranquilos: somos chicos que sobrevivimos...esos mismos adultos
creativos de los que habla Le Guin, mediados por vivir
sujetos a un momento consciente y entregándonos, sin certezas, a que
éste se apodere imprevisiblemente de nosotros. Es que, a fin de cuentas, eso es lo que somos: relatos extraordinarios por ser descubiertos que, cotidianamente, transitamos de forma desapercibida para la mirada acostumbrada que cree ya haberlo visto todo.
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María Gudón
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