sábado, 16 de agosto de 2025

Los discos: son tantas cosas



Esto que estoy escribiendo se complementa con esto otro de hace mucho tiempo atrás. Años, emociones intensas y mucho recorrido tuve que pasar para entender mejor el origen y porqué de algunas cosas. Entre ellas, mi relación especial con la música, una cuestión que me empecino en desovillar una y otra vez para encontrar el punto de inicio que hilvana todo.

Probablemente sea lo más privado que escriba, pero en este momento de cambios, movimientos, resignificaciones y apropiaciones, necesito que tome cuerpo y letra. Y acá lo saco como sale, sin editarme demasiado, con una mano en el corazón y con el corazón en la mano.


Creo que vine a este mundo cableada de otra forma, probablemente enchufada antes a un amplificador o equipo que conectada al cordón umbilical de mi madre. Al no haber tenido la típica filmadora de mano con las que las familias más pudientes registraban todo en los años 90, gran parte de los recuerdos alojados en mi memoria RAM se asocian a flashbacks musicales y están ligados a canciones, que desde siempre fueron un marco disparador de referencia para ubicarme en tiempo y espacio y desenterrar memorias fotográficas. Hay un porqué.


En la música encontré algo que no precisamente abundó en casa de lo que caí en la cuenta siendo adulta: contención, confidencia, un abrazo reconfortante, amoroso y familiar, una forma de relacionarme, tacto, latidos y pulsión de vida. Con ella pude remendar algo de mi propio pasado que ni siquiera rompí: me ayudó a juntar y pegar algunos pedacitos de porcelana que vinieron quebrados (¡no fallados!) de fábrica.


En un camino de vida transitado alrededor de ella, y habiendo trabajado en la disquería Abraxas, pero especialmente con ayuda de terapia encima, es cuando empecé a registrar algo de esto.


Una persona mentora y muy paternal como Fernando (o ‘’Pau’’ para la gente del palo) me enseñó -al principio con cierta desconfianza, pero siempre con cariño y dedicación-, cosas del oficio y la cadena disquera: desde que entra un lote y se lo pone a punto, clasifica y aprende a venderlo hasta que tiene salida.


Detrás del montaje y toda esa dinámica hay un proceso paciente y dedicado de atención, reparación y cuidado.  De recibir algo cascoteado a ponerle amor y tratar de levantar su estado limpiándolo, suavizando sus ‘’rayitas’’ superficiales para que suene y se vea mejor, enfundándolo y, finalmente, exhibiéndolo a la conquista de nuevos ojos y oídos. (Casi como cuando levantás de tránsito a una mascota de la calle y vas viendo su evolución). Lo que yo no sabía era que en ese fino arte no se hablaba sólo de arreglar discos: en el proceso también me estaba acondicionando a mí misma ante algunas carencias. 


Algo en mí siempre resonó con el mundo de los vinilos: muchas veces me sentí un objeto olvidado a un costado, esperando a ser descubierta o reconocida porque no sabía mi propio valor ni la batea donde encajaba o qué lugar ocupaba. Y es medio injusta la naturaleza cuando sabés que cargás con potencial pero no llevás etiqueta ni sabes venderte: la tapa puede confundir o no decir mucho, pero quizás las sorpresas están en los surcos, algo que solo se puede saber si se toman el tiempo de registrarte, escucharte y conocerte. Un poco ese es mi anhelo y lo que me propongo (¡y cómo cuesta!): sacarme la funda o velo con el que me cubro y aprender a mostrar mis colores, melodías y sonidos, aunque a veces no sepa cómo o dé una impresión equivocada.


Hay algo terapéutico en mi relación con los discos. Acariciando superficies amables pude compensar situaciones un  poco ásperas. Los discos fueron mis juguetes preferidos y entiendo porqué: ‘’play’’ o ‘’tocar’’ también es una forma de jugar, creando ambiente y condiciones. Tomé el brillo negro de su materialidad como espejo para aprender a ver mi reflejo, cuando muchas veces no tuve uno. Escuché miles de historias de otros musicalizadas para estar aprendiendo a contar y sacar afuera la mía, entendiendo por primera vez cómo suena cantada por mi voz y a mi propio ritmo.

Recibí cobijo en melodías y me vi más influenciada por palabras de figuras musicales que en abrazos o consejos de mis propios padres. A través de la música, el canal vincular con el que alguna vez tuve pero perdí la sintonía en familia o me diferenció de algunos compañeros de colegio, encontré una herramienta poderosa y transformadora para conectar con otras pocas personas que no precisamente fueron familia pero se terminaron haciendo familiares.


Sigo en work in progress y en Zona de Obras (trabajando literalmente ahí), en proceso de reparación. Todavía arreglando grietas, maquillando raspones, sacando mugre acumulada de los surcos más hondos y entendiendo en qué sección me muevo para encontrarme con quien esté dispuesto/a a escuchar mi música, que desde ya, sé que no es para cualquier gusto y, como mecanismo defensivo, no se deja agarrar por cualquier par de manos. (¡Maldita selectividad de nicho, que ni siquiera yo entiendo!)


Pero toda esta pasión y relación con los discos tiene un origen que viene desde lejos y hace tiempo, un contexto donde se plantó semilla.


Después de años de uso intensivo -quizás los mejores de mi infancia-, los discos en vinilo de mi padre que formaron parte de la educación musical y crianza con mi hermano pasaron unas cuantas temporadas escondidos en el sótano de nuestra vieja casa familiar, descansando entre polvo y humedad (casi como cuando se manda algo al cajón del olvido porque se da vuelta la página de una etapa de vida). Algunos pocos fueron sobrevivientes y muchos otros de la colección terminaron siendo ninguneados al punto de la negación (de ahí mi fascinación por Virus!), con las portadas decoloradas o acartonadas, con las bolsitas internas desintegradas o los discos de PVC pegados a la tapa que, aún tratando de separarlos, ya no se podían escuchar más.


Con el divorcio de mis padres y el cambio de formato por el arribo tecnológico del mp3 a comienzos de los 2000, a mi viejo ya no le interesaba llevárselos porque le ocupaban espacio, para él eran un bien innecesario y no los quería más.


No podía permitir ni dejar que algo que había llenado un lugar tan inmenso, valioso e importante en mi vida tuviera como paradero terminar en estado de abandono, en manos desconocidas o desechado en un container. A diferencia de él, a mí sí me importaban por lo que representaban. Los discos eran recordatorios de tiempos más felices, de algo que alguna vez todos habíamos experimentado donde vivíamos, la sensación de una casa. Ahí  estaba sonando en alta frecuencia y fidelidad mi verdadero viejo, una persona conectada a sus pasiones en sus ratos libres cuando se encendía activando sus equipos, ya que no persiguió sus verdaderas búsquedas personales por miedo al fracaso o para seguir un negocio heredado de tradición familiar. 

También mi mamá, una persona con un ello desbordado (por momentos rozando la cuerda  del desequilibrio) y un pasado duro, que encontraba en el baile, risa y movimiento aeróbico, motivación y un torrente de energía arrolladora para liberar nudos y tensiones. Y mi hermano y yo, pequeños aprendices muy respetuosos y tranquilos con destellos de curiosidad e inquietudes, absorbiendo en nuestros cerebritos data como esponjas mientras jugábamos, dibujábamos, nos disfrazábamos o cuidábamos, siempre con esos rituales musicales sonando a todo volúmen alrededor en el living, pasacassette o compactera del auto.


A mis 15 años, cuando el mapa familiar empezaba a dividirse, era chica pero lo suficientemente madura como para decidir que esos discos tenían que irse a vivir conmigo como sea, aunque todavía no tuviera mi propio lugar ni dónde reproducirlos. Y así fueron migrando en un par de casas hasta llegar al departamento en el que estoy, quedando bajo mi poder.  Aunque no conociera en ese entonces mucho de su lenguaje técnico o universo, sabía que iba a comprometerme a protegerlos como un tesoro sagrado y que, bajo mis manos, nunca iba a pasarles nada malo.

Cuidarlos también era una forma de cuidarme, de preservar una parte linda de mi historia y tener al alcance esos pequeños chispazos de luz que -en contacto con la púa- me dieron vida y forma.


Fig 1. La herencia. El mismo mueble de discos, la pasión intacta con los años. Mi hermano atrás en el cochecito y la mente maestra detrás de la ingeniería de conectar todo.

Al traer este mueble familiar -lo último que faltaba después del tándem de LPs, bandeja y bafles- cierro (¿o abro?) un círculo medio simbólico. Como objeto me obliga a replantear mi espacio personal, a reacomodar, dar bienvenida a cosas nuevas y deshacerme de otras que estoy soltando. Hace que termine de apropiarme de mi historia y le de a mis pertenencias y emociones un contexto, el verdadero lugar que quiero y se merecen.


¿Ocupa lugar en el departamento? ¡Un montón! Pero también es el que necesito darle a las cosas que me importan. Poder pararme a verlas de frente y a la misma altura y entender, al igual que con mi familia y rasgos, en qué me reconozco de todo lo que conservo, qué me hace ruido y es mejor dejar ir y cuánto cambié, crecí y sumé a esta colección de vida.




(Cita del tema ''Tu Entregador'' de Lucas Martí)


Más allá de tomar distancia y estar dolida con mis viejos en ciertas actitudes (en un caso hasta no vernos más) y que nunca vayan a leer ni saber de esto (como tampoco otras cosas en las que no se interiorizaron por llevar una vida medio insular sin registro profundo), si les agradezco algo es por haber destapado como una cañería o stent arterial (quizás de forma intencional o accidental) esta pasión que fluye en mí  y continué desarrollando sola y en cruce con otras personas, un salvavidas que siempre me acompañó, ayudó a salir a flote y me dió el mimo que en muchas situaciones hubiera necesitado.


Por eso digo que entré al mundo musical por la puerta de atrás, desde un lugar emotivo: no anduve buscando a la música pero tuve la fortuna que ella me haya encontrado a mí.  Me alcanza con tener cerca lo que moldeó mi gusto, me atrae y sé que va a traer o generar momentos de calidad a mi vida. Y que esa capacidad de fascinación y descubrimiento me siga asombrando después de 38 años con el mismo impacto que cuando era chica, que la llama de la curiosidad todavía siga prendida, es algo que me hace sentir por momentos viva y en cierta paz conmigo misma, de saber que algo bien hice con lo que recibí.


La música representa cosas físicas cargadas de valor y subjetivación como las que nombré pero también -y quizás este sea su mayor atractivo- materia invisible e intangible. Es poder, emoción, conexión, magia, sincronía, sinergia y sintonía, juego, misterio, irracionalidad y absurdo, cosas que nos genera que no podemos poner en palabras pero están grabadas en el aire y solo con mucha atención se llegan a distinguir entre tanta interferencia zumbando en el ambiente…


¿Para qué seguir explicándolo?

Uno de los tantos gurúes que dejó marca en mí tiene mejor capacidad que yo para resumirlo en una canción.

Son tantas cosas…




Un poco de cómo se viene sintiendo transitar, procesar y duelar tantas cosas en el camino los últimos años y meses:









Las canciones que formaron parte de mi primer fragmento de vida y sonaban a volúmen ensordecedor, compiladas en esta playlist de Spotify:


Pasajes que me representaron del libro ‘’Al sur de la frontera, al oeste del sol’’ de Haruki Murakami




Pasajes con los que resoné del libro ‘’No-cosas: Quiebres del mundo de hoy’’ de Byung-Chul Han







Fig. 2, 3 y 4. Agarrada al formato físico desde que tengo uso de razón: con 7'', cassettes y más tarde CDs.

Fig. 5. Intentos de tocar música. Hubo y hay buen oído, faltaron buenos profesores y paciencia.

Fig. 6. Mi habitación en transición. Del rosa al negro. Not a girl, not yet a woman. Al lado, el equipito que me acompañaba con la radio y cassettes en noches de insomnio o cuando no había tenido el mejor día escolar.



Fig. 7. Mi paso por Abraxas (2014 - 2018). Un lugar y trabajo que me dió un gran abrazo, aprendizaje y reafirmó muchas seguridades.


Fig 8. Diciembre de 2022, primer año de vivir sola luego de una larga etapa de convivencia. Discos que, por sus palabras y sonoridades, fueron una caricia al alma. Por suerte yo y ellos nos reacomodamos y ya no estamos más en el piso.


Fig. 9. Presente continuo. Integrando partes de esta Transformer de cosas que soy y me hicieron. 

Preguntándome si en 10 o 15 años voy a volver a escribir algo sobre mi relación con la música y cómo va a seguir mutando. 


jueves, 26 de septiembre de 2024

The Substance: cuando la adicción al éxito y belleza llevan al exterminio



Si te dijeran que hay una sustancia capaz de sacar tu mejor versión y proyectarte en tu forma y momento ideal. ¿La probarías? ¿Qué precio estarías dispuesto/a a pagar?






Las carreras que explotan la belleza y juventud son destellos de tiempo con vencimiento para la despiadada industria de Hollywood y eso bien lo sabe la instructora de videos fitness Elizabeth Sparkle (Demi Moore), o al menos su entorno se encarga de echárselo en cara con violencia. Pese a contar con un Oscar y una placa a su nombre en el Walk of Fame, nada es suficiente ni está asegurado y lo escucha de primera fuente por su jefe Harvey (Dennis Quaid) el día en que cumple 50 años, cuando la despide pidiendo un reemplazo por alguien superior que capte nuevas audiencias para el programa televisivo que lidera. También siente el impacto mientras maneja en auto y ve cómo su imagen es arrancada de un billboard luminoso. Su brillo está empezando a transitar el ocaso.








No de casualidad pero por accidente, con mucha discreción llega a sus manos la publicidad de The Substance, una fórmula inyectable diseñada por un laboratorio del mercado negro que, a través de un proceso de activación y transfusión, es capaz de darle a las personas su forma más perfecta a partir de un pinchazo de ADN. El kit, que promete ''cambiar la vida'', destaca que ''una siempre es una sola persona'' y advierte que el tratamiento de intercambio entre la nueva y vieja versión tiene que hacerse cada una semana sin excepción para que las cosas vayan bien, quedando un cuerpo comatoso y el otro consciente luego de cada dosis.
Con las advertencias dadas, Elizabeth decide probar la sustancia fluorescente y en su interior algo se rompe para dar surgimiento desde las entrañas a Sue (Margaret Qualley), el sueño húmedo del productor Harvey (¿guiño a Weinstein?), quien le da el puesto como nueva conductora del show Pump It Up. Sue representa inocencia virginal, frescura, deseo y admiración, es una chica de poster Pagsa con curvas de efectos especiales. Su magnetismo traspasa la pantalla como producto publicitario, con primerísimos planos lentos y eróticos llenos de color y gloss por los que gana popularidad y ascenso meteórico como nuevo fenómeno del canal.














Y pasa lo imaginable: en ese switch constante entre una y otra, en el pasaje de los 20 a los 50, mientras Sue es alabada por su anatomía y vive una vida y carrera galopante, la veterana Elizabeth siente el peso de los años y el miedo a quedar en el olvido, entrando en una crisis depresiva con dependencia a la sustancia, al ver que jamás va a igualar ni alcanzar sus niveles de éxito. Un infierno personal que ocurre seguido entre las cuatro paredes del baño, el campo de batalla donde la mujer suele vivir más episodios de violencia, con el espejo, sus reflejos y fantasmas como principales enemigos. 






La ambición desmedida, la adicción dopamínica y no saber retirarse a tiempo del juego dan comienzo a una serie de excesos, desbalances químicos y una guerra de egos y castigos entre las dos villanas y heroínas, donde la víctima que queda en el medio pagando las consecuencias de odio es el cuerpo, con secuelas físicas que empezarán aparecer sin preaviso. Los signos van desde rasgos de vejez y putrefacción, pinchazos intravenosos y cicatrices hasta la exposición del horror corporal más extremo y gore, con vísceras, deformaciones y un splatter de sangre inolvidable que hará ver a Carrie y la remake de Suspiria como algo inocente. 




Con este tour de force tras su debut Revenge (2017), la directora francesa Coralie Fargeat explora desde una perspectiva femenina temas como la obsolescencia corporal y sexualización en la industria del entretenimiento, las imposiciones rígidas de belleza (y el autodesprecio que puede generar no entrar en el cánon de validación masculina), el miedo a la decrepitud o la adicción a ''nuevas drogas'' modernas, que, en un plano no ficcional, bien podrían ser cirugías, cosméticos o tratamientos correctivos.


Detrás del festín carnicero y bestial de los últimos 25 minutos del film (un señalamiento in-your-face a todos los creadores de estos actos monstruosos de inseguridad), en su obra Fargeat rinde sin disimulo homenaje a maestros del cine como David Cronenberg (desde la experimentación corporal), David Lynch (con un excelente diseño sonoro y efectos visuales que merecen su oportunidad en pantalla grande) y Stanley Kubrick (desde la pulcritud de sus estilizados planos geométricos), aportando como novedad la bajada de línea a los beauty standards con riesgos interesantes y un humor muy negro. Una combinación única a la que, a diferencia de sus referentes, solo pudo llegar una mujer que atravesó y entiende estas cuestiones, aunque las exponga desde un salvajismo, erotismo y mirada viril.


 La película llega a Hollywood en un momento oportuno, con la hipérbole del grotesco estético en rostros rellenos de hialurónico y cuerpos esculpidos por el Ozempic. Aunque prometan resultados en tiempo récord, esas pócimas no prosperan la juventud eterna y, muchas veces, en señal de rechazo y maltrato, el cuerpo se purga y devuelve todo lo contrario.


En el aviso de The Substance la oferta es demasiado tentadora como para poner lupa en la letra chica: la ganancia tiene un costo. Aunque uno ''es el mismo'' durante el proceso de transformación, ya desde el momento en que decide probarlo queriendo ser otro, no es el mismo…algo se quiebra por dentro, como en el tajo en la espalda de Elizabeth o la grieta en su placa gastada de celebrity, surgida del polvo de estrella y lapidada entre el polvo de cemento y suciedad. 


La sustancia entra en el cuerpo y lo transforma a su necesidad, fagocita la materia, pensamiento y emociones hasta dejarlo sin reservas originales. Cuando no hay más, pide salir a buscar, aunque eso implique que las Cenicientas se rebajen a los peores términos…llegando a la fiesta sin carroza, en una calabaza podrida o a rastras.


Con todo lo que no menciona el comercial en off pero viene en el prospecto, aún así, ¿sigue valiendo la pena consumir la sustancia? ¿Seguirías comprándola solo por sentir un pequeño y efímero momento de placer y gloria? ¿Hace falta un pinchazo de dolor para caer en la realidad y valorar las bases y en quién nos convertimos?






Otras películas similares para ver:


Body Double (1984) - Brian de Palma

Carrie (1976) - Brian de Palma

The Fly (1986) - David Cronenberg

Dead Ringers (1988) - David Cronenberg

Crimes of the Future (2022) - David Cronenberg

Maps to the stars (2014) - David Cronenberg

Requiem for a Dream (2000) - Darren Aronofsky

All About Eve (1950) - Joseph L. Mankiewicz

The Elephant Man (1980) - David Lynch

Mulholland Drive (2001) - David Lynch 

Pearl (2022) - Ti West 

The Shining (1980) - Stanley Kubrick

Sick of Myself (2022) - Kristoffer Borgl

The Neon Demon (2016) - Nicolas Winding Refn

Nip /Tuck (2003-2010) - Ryan Murphy

Dead Alive (1992) - Peter Jackson  

Re-Animator (1985) - Stuart Gordon

Society (1989) - Brian Yuzna

Body Melt (1993) - Philip Brophy